jueves, 28 de agosto de 2008

El día que se ahogó Bilbao

ANIVERSARIO DE LAS INUNDACIONES
El día que se ahogó Bilbao
El 26 de agosto de 1983 se desató el mayor desastre natural que han vivido Vizcaya y Álava

26.08.08 - SOLANGE VÁZQUEZ BILBAO El Correo


La tarde del 26 de agosto de 1983, Javier Pérez estaba echando la partida con unos amigos en un bar del barrio bilbaíno de Larraskitu. Era festivo, la frutería que aún hoy regenta estaba cerrada y la lluvia no le disuadió de acercarse a la taberna, pero el temporal fue arreciando y, un poco inquieto, decidió volver a su casa de El Peñascal por si pasaba algo. De camino, sus temores, que poco antes eran sólo un vago presentimiento, empezaron a tomar forma. Apenas si reconocía los lugares por donde pasaba todos los días. Árboles caídos, tuberías rotas que lanzaban chorros con la fuerza de un géiser, lodo y piedras que avanzaban ladera abajo como si tuviesen vida propia... Esa geografía monstruosa acabó cerrándole el paso. No podía llegar, era imposible. «Así que me subí a una loma para ver desde allí qué pasaba con mi casa», relata. El panorama que se mostró ante sus ojos era una pesadilla hecha realidad: su casa estaba cubierta de agua, sólo con un piquito de tejado fuera, como un animalillo asustado que estira la cabeza para no ahogarse. Horas antes, había dejado allí dentro a su mujer, Claudia San Román, cocinando una cazuela de bacalao, y a su hija de 5 años, Mónica, que dormía la siesta. Parecía que el destino le había repartido esa tarde las peores cartas imaginables.
Aunque él aún no lo sabía, a esas horas media Vizcaya y parte de Álava se habían sumergido en el caos. Las precipitaciones de 500 litros por metro cuadrado habían hecho claudicar a muchos cauces. También a la ría de Bilbao, que no pudo soportar tal cantidad de agua y se desbordó en varios puntos, ahogando el frenesí del último fin de semana de la Aste Nagusia. El Nervión cobró una fuerza tan brutal que incluso arrastró trenes de la cochera de Atxuri, echó abajo casas, se llevó vehículos, txoznas... todo lo que encontró a su paso. El descontrolado avance del agua por diferentes localidades -porque la desolación no sólo se entretuvo en las márgenes de la ría- se llevó por delante la vida de 34 personas y otras cinco ingresaron en el limbo de los desaparecidos. Municipios como Gernika, Busturia, Basauri, Llodio, Ondarroa, Arakaldo, Arrigorriaga y Galdakao, además de Bilbao, tuvieron que llorar a sus muertos mientras realizaban un esfuerzo titánico para limpiar las huellas de la catástrofe. Sólo en Vizcaya, las pérdidas superaron los 143.000 millones de pesetas.
En El Peñascal, una avalancha procedente de la cantera arrojó sobre el barrio 300.000 metros cúbicos de roca, que junto con el agua y el fango formaron un amasijo destructor que sepultó medio vecindario. Eso es lo que vio Javier, allí en su loma, más solo que nunca. «Me quedé bloqueado. Pero algo me decía que no estaban allí, debajo de todo ese barro». Y el instinto no le falló. «Nos salvamos de milagro», explica Claudia, a quien se le arrasan los ojos de lágrimas cuando evoca aquella mala hora. «Empezó a entrar agua en casa y subía muy rápido. Un hombre con una furgoneta pasó por delante y nos sacó de allí a mi hija y a mí». En su desesperada huida por un escenario que parecía sacado de una película de catástrofes -cascadas de agua lodosa, carreteras reventadas, personas a la fuga con sus pertenencias a cuestas-, una roca gigantesca hizo diana en el vehículo y lo paró en seco. Tuvieron que seguir a pie montaña arriba, aferradas a su salvador, hasta que llegaron a un lugar seguro. «Nunca supe cómo se llamaba aquel hombre», lamenta la mujer.
Fue el día de los héroes anónimos. Gente que acogía a afectados en sus casas, radioaficionados que se convirtieron en la única forma de contacto con el exterior durante las largas horas en que la villa estuvo incomunicada, vecinos que tendían cabos desde los balcones para izar a personas a punto de ser arrastradas... Muchas de estas escenas tuvieron lugar en el Casco Viejo bilbaíno, una metáfora de la felicidad perdida. El hervidero de personas que retaban a la lluvia en bares y txoznas pasó a ser un auténtico infierno, donde ya sólo se oía el estruendo del agua triturando la ciudad. Los testigos de esta brusca metamorfosis no terminaban de creérsela. «Como estábamos en fiestas, nadie prestó atención -lamenta Migueltxo Monfort, entonces representante de la comparsa Satorrak en la Comisión de Fiestas y miembro de Bihotzean, la asociación vecinal del Casco Viejo-. Ni las autoridades ni Protección Civil actuaron al ver que seguía lloviendo. Fueron las comparsas las que desalojaron El Arenal a eso de las seis de la tarde, con la esperanza de continuar la Aste Nagusia al día siguiente».
Rescate de embarazadas
Pero no pudo ser así. Aquella tarde dio paso a una noche aún peor. La población no tenía ni luz, ni agua, ni teléfono. Los Bomberos de Bilbao no daban abasto, impotentes para llegar a algunos puntos. Jacinto Rodríguez, ahora ya veterano, rescató a una pareja que estuvo a punto de morir en La Peña. «Ella estaba embarazada. Cuando se vieron a salvo, se dieron un beso. Nunca he vuelto a ver un beso así». Su compañero Juan Carlos Ruiz no logró evacuar a otra gestante. «Tuvo que dar a luz en la vivienda», relata. Seis mujeres de parto fueron trasladadas en helicópteros. En medio de la tragedia, la vida seguía abriéndose camino.
A la conmoción de aquella jornada aciaga le siguió la desolación del día 27, cuando las aguas empezaron a bajar y dejaron al descubierto el desastre. Trenes volcados en el cauce de la ría, colchones enganchados en los tendidos eléctricos, maniquíes en grotescas posturas sobre andamios derribados y coches panza arriba. Nada estaba en su sitio, ni siquiera las personas. Miles de ciudadanos se encontraban en la calle: unos se afanaban en limpiar, como Monfort, y otros simplemente no tenían dónde volver. Más de 5.000 personas se quedaron sin techo en Bilbao, entre ellas Javier y su familia, que acabaron haciendo de 'okupas' hasta que pudieron comprar un piso. Ahora que ese episodio es agua pasada, Javier ha llegado a la conclusión de que irse al bar a echar la partida fue «lo mejor». «Si hubiese estado en casa, me habría empeñado en llevarme cosas en lugar de escapar -admite-. Y eso habría sido mi muerte». Así que, al final, esa tarde no le tocó una mano tan mala.