Ander Izagirre 1/08/2008
Todos los días del año, con pocas excepciones, el carpintero destajista Juan Reguillaga Arruabarrena se echa a los bosques de Vizcaya y anda dos o tres horas. No camina a paso de montañero: abandona los senderos y va husmeando entre los árboles, los helechos y las zarzas, se agacha a menudo, escarba la tierra y patea tocones. “Son andares de zorro”, dice. Busca raíces muertas, la materia prima de su arte y de su vida.
Juan obedece las instrucciones del sol. Se planta en mitad del camino, levanta el brazo izquierdo, apunta con el índice hacia lo más alto y fija su mirada en la bola de luz. Está acostumbrado al resplandor. Algunos de los acontecimientos más importantes de su vida le han llegado mirando directamente al sol. “Al principio lo veo allá arriba, pero después de un rato voy notando cómo la luz se desparrama, va cayendo hacia el bosque, y así me indica dónde están las raíces”, explica. Se gira y señala una ladera cubierta de helechos. Camina rápido hacia esa zona y rebusca hasta encontrar una vieja raíz de roble que asoma entre la vegetación. “Después de tantos años ya adivino la forma que va a tener la raíz cuando la desentierre. Ésta va a tener apariencia de perro. Ya verás”. Primero le da unas patadas para comprobar si está suelta o agarrada, la mueve con la mano, busca alrededor alguna rama (nunca lleva herramientas) y escarba con ella la tierra para ir liberando la raíz.
Estamos en Intxaurtxua, una pequeña colina de Bérriz cubierta por un pinar de repoblación. Asoman aquí y allá, entre la alfombra de helechos, algunos brotes de roble que no llegan a crecer porque la explotación maderera no les deja. A Juan le gustan especialmente las raíces de los pinos y los cerezos, aunque también busca las de los castaños y los robles. En estos parajes ha sacado muchas pero últimamente no acostumbra a venir por aquí: “Es que suele andar mucha gente y yo prefiero trabajar solo. En temporada de setas ni me acerco. Suelo recoger níscalos y hongos, pero cuando busco raíces me voy a sitios más solitarios, a los bosques de Oiz, de Otxandiano o de Forua, me salgo de los caminos y me meto entre las zarzas, los helechos y las argomas para andar tranquilo. Y prefiero que llueva: menos gente. A veces los baserritarras [los campesinos] me ven buscando algo y me dan el alto, me echan y hasta me amenazan. No están a favor de la cultura”.
Cuando una raíz se resiste, Juan la deja en su sitio. Esperará a que las lluvias se cuelen por la tierra que ha removido alrededor y vayan soltándola. Pero esta vez ha habido suerte: después de varios tirones, la raíz de roble sale con facilidad. Con una ramita va quitando la tierra adherida y empieza a interpretar las formas de la madera. “Mira, te lo había dicho: ¿no ves aquí el morro y las orejas? Y esto podría ser la boca”. A ojos de Juan, la raíz se va convirtiendo en perro. Después de desbastar un poco la pieza, la levanta como un trofeo y mira al cielo. “¡Fíjate! En cuanto saco la raíz, el sol aparece entre las nubes y pega con mucha más fuerza. ¿Lo has notado?”.
Después se toma un tiempo para cubrir el agujero del que ha sacado la raíz. Lo tapa minuciosamente con tierra, ramas y helechos. “Lo hago siempre”, explica, “porque no quiero que se lastime el ganado y porque siempre dejo el monte como estaba. Alguno te dirá que soy un loco que anda por ahí estropeando el bosque. Pero no es verdad. Esto no es una cosa de locos, es arte. Sé bien lo que hago y cuido mucho el bosque. Yo creo vida. Saco raíces muertas, siempre muertas, y al convertirlas en esculturas les doy una nueva vida”.
Juan decidió dar vida a las raíces porque ellas le dieron la vida a él. Le dieron una segunda existencia: “Yo ahora tengo 13 años”, dice. Su primera vida empezó el 28 de febrero de 1948, cuando nació en el caserío Mendibil de Leaburu (Guipúzcoa), y terminó el 28 de octubre de 1993, cuando cayó al vacío desde lo alto de una escalera, en una obra de Gernika, y quedó en coma tres días. Cuando despertó y lo llevaron a casa, pensó que iba a permanecer atado para siempre a una silla de ruedas. “Estaba medio inválido. Tenía todo el costado y el brazo izquierdo hechos polvo, no los podía mover, no andaba, me arrastraba como podía. Y menuda situación: tenía cuatro hijos, acababa de montar un taller de carpintería, debía pagar el alquiler de la casa… Y yo no valía para hacer nada”.
Un día salió de su casa de Elorrio y entró, con el cuerpo encogido, medio a rastras, torcido de dolor, a un bosque cercano. Sólo pudo recorrer trescientos metros. Pero allí encontró una raíz muerta. La tocó, la movió y empezó a sentirse cada vez mejor. Volvió a casa caminando de pie. Y en ese momento, hace trece años, comenzó su segunda vida.
Juan asegura que a través de aquella raíz recibió la fuerza y la vida que le transmitían sus difuntos padres. Con 4 años perdió a su padre Esteban. Con 18, a su madre María Josefa. “Yo sabía que mis padres me iban a ayudar en aquel momento tan malo”, dice, “y descubrí que a través de las raíces puedo conseguir lo que más deseo. Yo echaba mucho de menos a mis padres, quería estar con ellos, y lo deseaba con tanta fuerza que un día me quedé mirando al sol y allí se me apareció el rostro de mi madre”.
Desde aquella aparición, suele arrodillarse a menudo para rezar mirando al sol. A veces se coloca una gran raíz a modo de máscara y mira a través de dos huecos. Entonces nota que el rostro se le transforma en rostro de gato o de tigre. Ha visto a sus padres otra media docena de veces, en algunas ocasiones al padre, en otras a la madre, siempre a las dos y media de la tarde, casi siempre mientras miraba fijamente al sol y alguna vez en el interior de su taller. “Es que en el taller he tenido dos intoxicaciones”, explica, “porque es un local muy pequeño y sin ventilación, y como trabajo con barnices y disolventes, un par de veces se me aparecieron mis padres y luego perdí el sentido. Con el disolvente suelo tener apariciones, sobre todo con el de la marca Valentine”.
El taller de Juan es digno de ver. Y él está encantado de recibir visitas. Se encuentra en la calle Bilbao número 15 de Bérriz, al pie de la carretera nacional, junto a un oportuno semáforo. En los festivos, cuando Juan pasa los días y las noches en el taller, coloca sus obras en la cuneta a la vista de los paseantes y los conductores que se detienen con la luz roja. A quien tenga interés, le mostrará las raíces con formas de animales (están a la venta), y a quien tenga mucho interés le explicará cómo en algunas raíces también ha descubierto los rostros de sus padres y la imagen de una Virgen y de un Cristo (éstas nos las vende, claro, aunque las ha regalado a “personas especiales”). También le enseñará el taller, un cubículo estrechísimo forrado de fotos y carteles, repleto de velas, estatuillas de santos y vírgenes, imágenes de soles, raíces desperdigadas por las esquinas –algunas barnizadas y brillantes, otras húmedas y terrosas-. El olor denso a madera y a disolvente, el silencio acorchado de la madriguera, la penumbra atravesada por los chorros de luz que se cuelan por los ventanucos, forman un ambiente propicio para las apariciones.
La mayoría de sus fotos -guarda miles- son imágenes del sol, de las nubes, de reflejos en los cristales. Juan tiene la vista muy entrenada para descifrar los brillos y descubrir rostros. Sabe que donde él ve la sombra de su padre, que le sigue pegado a los talones, los demás sólo vemos la sombra de una señal. No le importa mucho. Sabe que le acusan de loco, que le ignoran o que se ríen de él. Antes se enfadaba, pero cada vez menos. Porque a él le pasó lo que le pasó, un milagro, y eso no cambia aunque los demás no le crean. Y no se va a callar: tiene la misión de contarlo, de relatar las apariciones de sus padres, la magia de las raíces, el encadenamiento de milagros.
Por ejemplo: “Una de las veces en las que me intoxiqué y perdí el sentido, mi hijo vino por casualidad al taller y me salvó. Eso fue un milagro. Cuando se lo conté a Javi, el enterrador de Etxebarri, que es amigo mío, le impresionó mucho. Como vi que tenía fe, le regalé una raíz en forma de dinosaurio y un rosario que compré en la Colegiata de Cenarruza. Y por haberle hecho ese regalo, al día siguiente se me aparecieron a la vez mi padre y mi madre”. En el fondo, Juan llama milagro a la sucesión de actos de bondad y agradecimiento. Parece difícil despreciar esa idea.
Y hasta reviste de milagro la visita de un periodista. Porque así su historia saldrá en los papeles, la conocerán otras personas y le vendrán más visitas: más milagros. “Me ha costado mucho dormir esta noche. Me puse muy nervioso cuando me dijiste que querías hacerme un reportaje”, confiesa al final del paseo por el pinar de Intxaurtxua, cuando volvemos al taller. Luego duda un poco y habla con un punto de timidez. “Me gustaría regalarte una raíz”. Le digo que no hace falta, que para mí ha sido un paseo muy interesante, que le estoy muy agradecido. Pero Juan ya ha elegido una, la más grande, una preciosa columna que crece con varios brazos sinuosos, como una llamarada de madera, hasta alcanzar un metro de altura. “¿Dónde la vas a poner?”, me pregunta. “No sé, quizá en el jardincito que tienen mis padres”. Sin darme cuenta, he tocado la tecla precisa. A Juan se le ilumina la cara. “¿Se la vas a dar a tus padres? Pues espera, espera”. Y entre las raíces que tiene colocadas en la cuneta escoge otras dos, un poco más pequeñas, pero igual de hermosas.
Insiste en cargar con todas las piezas hasta mi coche, no deja que le ayude. “Juan, por favor, ya llevo yo alguna, que pesan un montón”. “Pesan un montón, ¿eh? Pues yo he cargado con raíces como éstas durante kilómetros y kilómetros por el bosque. Yo, que estaba medio inválido”. Comprendo que no debo ayudarle. Cuando deja sus obras de arte en el maletero, me estrecha la mano y las señala: “Si esto no es un milagro, yo tendría que ser un fuera de clase”.
Juan obedece las instrucciones del sol. Se planta en mitad del camino, levanta el brazo izquierdo, apunta con el índice hacia lo más alto y fija su mirada en la bola de luz. Está acostumbrado al resplandor. Algunos de los acontecimientos más importantes de su vida le han llegado mirando directamente al sol. “Al principio lo veo allá arriba, pero después de un rato voy notando cómo la luz se desparrama, va cayendo hacia el bosque, y así me indica dónde están las raíces”, explica. Se gira y señala una ladera cubierta de helechos. Camina rápido hacia esa zona y rebusca hasta encontrar una vieja raíz de roble que asoma entre la vegetación. “Después de tantos años ya adivino la forma que va a tener la raíz cuando la desentierre. Ésta va a tener apariencia de perro. Ya verás”. Primero le da unas patadas para comprobar si está suelta o agarrada, la mueve con la mano, busca alrededor alguna rama (nunca lleva herramientas) y escarba con ella la tierra para ir liberando la raíz.
Estamos en Intxaurtxua, una pequeña colina de Bérriz cubierta por un pinar de repoblación. Asoman aquí y allá, entre la alfombra de helechos, algunos brotes de roble que no llegan a crecer porque la explotación maderera no les deja. A Juan le gustan especialmente las raíces de los pinos y los cerezos, aunque también busca las de los castaños y los robles. En estos parajes ha sacado muchas pero últimamente no acostumbra a venir por aquí: “Es que suele andar mucha gente y yo prefiero trabajar solo. En temporada de setas ni me acerco. Suelo recoger níscalos y hongos, pero cuando busco raíces me voy a sitios más solitarios, a los bosques de Oiz, de Otxandiano o de Forua, me salgo de los caminos y me meto entre las zarzas, los helechos y las argomas para andar tranquilo. Y prefiero que llueva: menos gente. A veces los baserritarras [los campesinos] me ven buscando algo y me dan el alto, me echan y hasta me amenazan. No están a favor de la cultura”.
Cuando una raíz se resiste, Juan la deja en su sitio. Esperará a que las lluvias se cuelen por la tierra que ha removido alrededor y vayan soltándola. Pero esta vez ha habido suerte: después de varios tirones, la raíz de roble sale con facilidad. Con una ramita va quitando la tierra adherida y empieza a interpretar las formas de la madera. “Mira, te lo había dicho: ¿no ves aquí el morro y las orejas? Y esto podría ser la boca”. A ojos de Juan, la raíz se va convirtiendo en perro. Después de desbastar un poco la pieza, la levanta como un trofeo y mira al cielo. “¡Fíjate! En cuanto saco la raíz, el sol aparece entre las nubes y pega con mucha más fuerza. ¿Lo has notado?”.
Después se toma un tiempo para cubrir el agujero del que ha sacado la raíz. Lo tapa minuciosamente con tierra, ramas y helechos. “Lo hago siempre”, explica, “porque no quiero que se lastime el ganado y porque siempre dejo el monte como estaba. Alguno te dirá que soy un loco que anda por ahí estropeando el bosque. Pero no es verdad. Esto no es una cosa de locos, es arte. Sé bien lo que hago y cuido mucho el bosque. Yo creo vida. Saco raíces muertas, siempre muertas, y al convertirlas en esculturas les doy una nueva vida”.
Juan decidió dar vida a las raíces porque ellas le dieron la vida a él. Le dieron una segunda existencia: “Yo ahora tengo 13 años”, dice. Su primera vida empezó el 28 de febrero de 1948, cuando nació en el caserío Mendibil de Leaburu (Guipúzcoa), y terminó el 28 de octubre de 1993, cuando cayó al vacío desde lo alto de una escalera, en una obra de Gernika, y quedó en coma tres días. Cuando despertó y lo llevaron a casa, pensó que iba a permanecer atado para siempre a una silla de ruedas. “Estaba medio inválido. Tenía todo el costado y el brazo izquierdo hechos polvo, no los podía mover, no andaba, me arrastraba como podía. Y menuda situación: tenía cuatro hijos, acababa de montar un taller de carpintería, debía pagar el alquiler de la casa… Y yo no valía para hacer nada”.
Un día salió de su casa de Elorrio y entró, con el cuerpo encogido, medio a rastras, torcido de dolor, a un bosque cercano. Sólo pudo recorrer trescientos metros. Pero allí encontró una raíz muerta. La tocó, la movió y empezó a sentirse cada vez mejor. Volvió a casa caminando de pie. Y en ese momento, hace trece años, comenzó su segunda vida.
Juan asegura que a través de aquella raíz recibió la fuerza y la vida que le transmitían sus difuntos padres. Con 4 años perdió a su padre Esteban. Con 18, a su madre María Josefa. “Yo sabía que mis padres me iban a ayudar en aquel momento tan malo”, dice, “y descubrí que a través de las raíces puedo conseguir lo que más deseo. Yo echaba mucho de menos a mis padres, quería estar con ellos, y lo deseaba con tanta fuerza que un día me quedé mirando al sol y allí se me apareció el rostro de mi madre”.
Desde aquella aparición, suele arrodillarse a menudo para rezar mirando al sol. A veces se coloca una gran raíz a modo de máscara y mira a través de dos huecos. Entonces nota que el rostro se le transforma en rostro de gato o de tigre. Ha visto a sus padres otra media docena de veces, en algunas ocasiones al padre, en otras a la madre, siempre a las dos y media de la tarde, casi siempre mientras miraba fijamente al sol y alguna vez en el interior de su taller. “Es que en el taller he tenido dos intoxicaciones”, explica, “porque es un local muy pequeño y sin ventilación, y como trabajo con barnices y disolventes, un par de veces se me aparecieron mis padres y luego perdí el sentido. Con el disolvente suelo tener apariciones, sobre todo con el de la marca Valentine”.
El taller de Juan es digno de ver. Y él está encantado de recibir visitas. Se encuentra en la calle Bilbao número 15 de Bérriz, al pie de la carretera nacional, junto a un oportuno semáforo. En los festivos, cuando Juan pasa los días y las noches en el taller, coloca sus obras en la cuneta a la vista de los paseantes y los conductores que se detienen con la luz roja. A quien tenga interés, le mostrará las raíces con formas de animales (están a la venta), y a quien tenga mucho interés le explicará cómo en algunas raíces también ha descubierto los rostros de sus padres y la imagen de una Virgen y de un Cristo (éstas nos las vende, claro, aunque las ha regalado a “personas especiales”). También le enseñará el taller, un cubículo estrechísimo forrado de fotos y carteles, repleto de velas, estatuillas de santos y vírgenes, imágenes de soles, raíces desperdigadas por las esquinas –algunas barnizadas y brillantes, otras húmedas y terrosas-. El olor denso a madera y a disolvente, el silencio acorchado de la madriguera, la penumbra atravesada por los chorros de luz que se cuelan por los ventanucos, forman un ambiente propicio para las apariciones.
La mayoría de sus fotos -guarda miles- son imágenes del sol, de las nubes, de reflejos en los cristales. Juan tiene la vista muy entrenada para descifrar los brillos y descubrir rostros. Sabe que donde él ve la sombra de su padre, que le sigue pegado a los talones, los demás sólo vemos la sombra de una señal. No le importa mucho. Sabe que le acusan de loco, que le ignoran o que se ríen de él. Antes se enfadaba, pero cada vez menos. Porque a él le pasó lo que le pasó, un milagro, y eso no cambia aunque los demás no le crean. Y no se va a callar: tiene la misión de contarlo, de relatar las apariciones de sus padres, la magia de las raíces, el encadenamiento de milagros.
Por ejemplo: “Una de las veces en las que me intoxiqué y perdí el sentido, mi hijo vino por casualidad al taller y me salvó. Eso fue un milagro. Cuando se lo conté a Javi, el enterrador de Etxebarri, que es amigo mío, le impresionó mucho. Como vi que tenía fe, le regalé una raíz en forma de dinosaurio y un rosario que compré en la Colegiata de Cenarruza. Y por haberle hecho ese regalo, al día siguiente se me aparecieron a la vez mi padre y mi madre”. En el fondo, Juan llama milagro a la sucesión de actos de bondad y agradecimiento. Parece difícil despreciar esa idea.
Y hasta reviste de milagro la visita de un periodista. Porque así su historia saldrá en los papeles, la conocerán otras personas y le vendrán más visitas: más milagros. “Me ha costado mucho dormir esta noche. Me puse muy nervioso cuando me dijiste que querías hacerme un reportaje”, confiesa al final del paseo por el pinar de Intxaurtxua, cuando volvemos al taller. Luego duda un poco y habla con un punto de timidez. “Me gustaría regalarte una raíz”. Le digo que no hace falta, que para mí ha sido un paseo muy interesante, que le estoy muy agradecido. Pero Juan ya ha elegido una, la más grande, una preciosa columna que crece con varios brazos sinuosos, como una llamarada de madera, hasta alcanzar un metro de altura. “¿Dónde la vas a poner?”, me pregunta. “No sé, quizá en el jardincito que tienen mis padres”. Sin darme cuenta, he tocado la tecla precisa. A Juan se le ilumina la cara. “¿Se la vas a dar a tus padres? Pues espera, espera”. Y entre las raíces que tiene colocadas en la cuneta escoge otras dos, un poco más pequeñas, pero igual de hermosas.
Insiste en cargar con todas las piezas hasta mi coche, no deja que le ayude. “Juan, por favor, ya llevo yo alguna, que pesan un montón”. “Pesan un montón, ¿eh? Pues yo he cargado con raíces como éstas durante kilómetros y kilómetros por el bosque. Yo, que estaba medio inválido”. Comprendo que no debo ayudarle. Cuando deja sus obras de arte en el maletero, me estrecha la mano y las señala: “Si esto no es un milagro, yo tendría que ser un fuera de clase”.