JILL ABRAMSON
En la cúspide del periodismo
John Carlin
Jill Abramson
, la primera mujer directora de
The New York Times,
iba hacia un gimnasio en el centro de Manhattan, una mañana de mayo de
2007, cuando un camión frigorífico la atropelló. Fractura de pelvis y
pierna, lesiones internas, transfusiones de sangre, placas de metal,
tres semanas en el hospital, meses en una silla de ruedas, luego
muletas, luego un bastón. Un año después estaba escalando una montaña en
el parque nacional de Yellowstone. Se resbaló, cayó por la ladera, se
rompió la muñeca y se dislocó el hombro. Tuvieron que llevarla en
helicóptero al hospital, donde los cirujanos le insertaron una placa de
metal más.
Jane Mayer, amiga íntima de Abramson y corresponsal de
The New Yorker
en Washington, insistía en una entrevista en que sigue siendo difícil
encontrar a una mujer que ocupe un cargo importante en cualquier empresa
o institución a la que no se califique de "dama de hierro". Abramson
otorga contenido literal, además de figurado, al término. Sus colegas la
consideran dura, tenaz, adoradora de retos, una mujer que necesita
demostrar lo que vale. Después de un accidente que estuvo a punto de
matarla e hizo que, durante un tiempo, pensara que nunca más iba a
volver a andar, tuvo que demostrar que sus huesos reconstruidos eran aún
capaces de escalar montañas; hoy está empeñada en demostrar que una
mujer puede asumir y conquistar el puesto más importante del periódico
más admirado del mundo en una era informativa dominada por Internet en
el que el futuro del sector sería incierto incluso aunque no hubiera
crisis económica; en el que la supervivencia del periodismo, tal como lo
conocemos, está en duda y en el que estar al frente de
The New York Times
exige más horas de trabajo, más versatilidad y más finura de juicio que
en ningún momento. Probablemente, desde que el periódico se fundó hace
160 años.
El desafío es tan enorme que me pareció natural preguntarle
enseguida, durante una entrevista que mantuve con ella en su despacho a
dos meses de haber asumido el cargo de directora, si haber sido
atropellada por un camión y luego caer de una montaña le habían empujado
en algún momento a revisar sus prioridades, a pensar en moderar sus
ambiciones terrenales, incluso en abandonar los avatares del periodismo
diario por completo. La pregunta le pareció absurda. "¿Harta del
periodismo?", replicó, incrédula. "¿Harta de la vida?".
El periodismo es para ella como las órdenes sagradas para un sacerdote
Su respuesta no tenía el menor atisbo de ironía. El periodismo, no
deja duda alguna, es mucho más que un trabajo para ella; es una
vocación. Como las órdenes sagradas para un sacerdote. Prácticamente lo
reconoció en nuestra entrevista al señalar que
The New York Times
había sido para ella, desde que era muy joven, "como una religión", lo
cual inmediatamente reforzó la impresión que uno tiene como periodista
europeo: nuestros homólogos estadounidenses, y especialmente los 1.200
que trabajan para
The New York Times, son
fundamentalmente diferentes de nosotros. En la seriedad con que se toman
a ellos mismos, en su sensación de pertenecer a una gente elegida.
Podrán ser irreverentes en algunos casos, pero en el fondo se creen que
han ascendido a la cima de una profesión que ellos contemplan con un
altísimo grado de seriedad ética. La indignada espontaneidad de la
respuesta de Abramson a mi pregunta, la imagen religiosa que eligió para
describir su relación con el periódico, sirvieron para reforzar el
solemne estereotipo. Y para confirmar su idoneidad espiritual como
defensora de la fe, como titular de un cargo que contiene, a juicio de
la mayor parte del mundo del periodismo estadounidense, y de algunos
admiradores en otros países, un prestigio y una autoridad papal.
Sin embargo, no existe ninguna pompa ni en su porte
ni en el despacho desde el que gobierna. Apartado en un rincón anodino
de la cavernosa, arquitectónicamente vanguardista redacción de acero y
cristal a la que el equipo de
The New York Times se
trasladó en 2007, después de abandonar el rancio edificio que había
ocupado el periódico durante los 100 años anteriores, el puesto de mando
de Abramson es una celda monacal en comparación con los ostentosos
aposentos con los que directivos menos importantes de Manhattan
recompensan sus triunfos. Una secretaria me llevó hasta allí y me quedé
solo unos minutos hojeando un libro que acababa de publicar cuando
sigilosamente, sin que apenas me diera cuenta, entró. De 57 años, menuda
y esbelta (la persona más baja de la sala en la que después asistimos a
una reunión para decidir la primera página), con el cabello
cuidadosamente planchado en torno a un rostro ovalado, se sentó en un
sofá que podría haber sido de Ikea sin presentarse ni preguntarme mi
nombre ni hacer amago de estrecharme la mano. Lo único que dijo fue
"hola". No tímida, sino segura de sí misma, estuvo sentada durante toda
la entrevista con las piernas cruzadas como un hombre, el tacón del
zapato derecho sobre la rodilla izquierda. Muy de vez en cuando soltaba
una risa seca y ligera, pero, por lo demás, se mantuvo serena como un
monje, o una monja, salvo por el traje elegante y discreto que llevaba y
el ancho pañuelo de seda en unos tonos verdes y violetas propios de la
vidriera de una iglesia. Me senté en otra silla, en perpendicular a
ella, y le pregunté sobre su libro, el primero que ha escrito por sí
sola (escribió hace tiempo con su amiga Jane Mayer uno sobre el
escándalo del juez de Washington Clarence Thomas).
Para alguien cuya carrera periodística se había centrado en explicar
los laberintos de la política de Washington, este libro parecía
representar cierto desvío profesional, le sugerí. "Efectivamente", fue
la segunda palabra que le oí pronunciar. El libro, titulado
The puppy diaries: raising a dog named Scout (Diarios de un cachorro: la cría de un perro llamado Scout),
tiene una fotografía de un joven golden retriever en la cubierta. Me
resultaba difícil imaginar, le dije, a un director varón de
The New York Times
escribiendo un libro sobre la "complejidad" de las relaciones entre los
seres humanos y los perros. "Quizá", respondió. "Lo escribí a partir de
un blog que redactaba en nuestra página web en mi cargo anterior, el de
directora adjunta. Solía matar de aburrimiento a los demás redactores
con cuentos de nuestro cachorro. Alguno me habló sobre la necesidad de
ampliar nuestra cobertura del mundo animal, y ahí empezó todo. Pero sí,
seguramente fue... poco corriente. Porque lo que yo soy es periodista de
investigación".
Y no existe nada más serio que ser periodista de investigación en
The New York Times,
una misión que exige la tenacidad de un detective y el rigor legal de
un juez de un alto tribunal. Esa fue la esencia del puesto que ocupó en
Washington para el
Wall Street Journal durante nueve años y durante otros seis después de incorporarse a
The New York Times
en 1997 y, con el tiempo, convertirse en jefa de la oficina del diario
en Washington, antes de ascender en 2003 al segundo puesto del
periódico, el de directora adjunta. Escribir un blog y después un libro
sobre su cachorro, en medio de todo eso, demostró osadía. Se atrevió a
mostrar, en el mundo hasta entonces rígido y masculino de
The New York Times,
una sensibilidad manifiestamente tierna. (En el libro no se reprime de
emplear expresiones como "adorar", "locamente enamorada" y "pura
felicidad" para describir su relación con el perro).
¿Sería políticamente incorrecto, le planteé,
preguntarse si, como mujer, aportaba una nueva dimensión al puesto de
director? "No, no es políticamente incorrecto", replicó. Pero tampoco
pensaba que su óptica de mujer introdujera nada especialmente nuevo en
la mezcla editorial. "Quiero llevar a los lectores a la trastienda
cuando ocurren grandes acontecimientos y darles una idea de lo que ha
sucedido realmente en la sala. Pero no creo que pueda decirse que las
noticias de primera página están ahí porque soy mujer".
Dicho esto, ser la primera mujer que manda en un periódico con 160
años de vida es algo que le parece tremendamente importante. "Estoy
increíblemente orgullosa de ser la primera mujer nombrada directora de
The New York Times,
asumo ese trozo de historia cargado de significado, y me ha conmovido
mucho ver cuántas mujeres -y cuántos hombres también- de la profesión se
han emocionado con ello".
Su éxito o su fracaso se medirá en virtud del resultado de la aventura digital
Una muestra del significado que concede Abramson a la historia, y a
su nombramiento, la da una vieja fotografía enmarcada que tenía en su
despacho de directora adjunta de la tercera mujer periodista que trabajó
para
The New York Times, a comienzos del siglo pasado. Hubo
pocos progresos para las mujeres hasta 1974, cuando las periodistas del
diario (el 10% de la plantilla) presentaron una demanda colectiva contra
el
Times por discriminación. Las mujeres ganaron, pero
tuvieron que pasar otros 13 años para que una de ellas, Soma Golden,
ascendiera a un puesto de responsabilidad en la parte de información
"seria" (y no en las secciones de "vida", "estilo" y "hogar"), como
redactora jefa de nacional.
Fue un gran avance, pero no un vuelco trascendental. Cuando Joe
Lelyveld asumió la dirección del periódico en 1994, se avergonzó al ver
que en las reuniones de redacción había presentes muy pocas mujeres, o
ninguna. El dilema, dijo, no se le quitaba de la cabeza. Y le llevó a
cometer errores. "Promoví a las mujeres, pero no siempre a las mejores,
y, cuando fracasaban, o cuando eran impopulares, era terrible", recordó.
Sin embargo, contratar a Abramson y quitársela al
Wall Street Journal
bajo el mandato de Lelyveld resultó una decisión muy acertada. "Era una
gran corresponsal en Washington, con grandes aptitudes investigadoras",
dijo Lelyveld. "Salté ante la oportunidad de contratarla, y no solo
porque era buena, sino porque, en el fondo, pensé que acabaría en un
puesto de dirección".
Y así fue. Se convirtió en directora adjunta a las órdenes de Bill
Keller, que pasó a ser director en 2003. Abramson no dejó que sus éxitos
le impidieran ver que todavía quedaban batallas por librar. Los colegas
la recuerdan en la redacción haciendo comentarios irónicos sobre la
ausencia de mujeres en instancias superiores. En la reseña de un libro
publicada en 2006, escribió sobre las mujeres periodistas: "Se nota
nuestra ausencia en las cabeceras, en las páginas de opinión y en las
primeras páginas de las grandes publicaciones".
Ya no. Hoy, más del 40% de los principales cargos del periódico están
ocupados por mujeres, incluido el más importante. A propósito del
anuncio de su nombramiento como motivo de celebración para las mujeres,
Abramson llamó a Soma Golden, ya jubilada, la noche del 1 de junio, y le
pidió que fuera a presenciar el traspaso en la redacción de
The New York Times
al día siguiente. Volvió a pensar en la historia. Iba a asumir el
puesto por sí misma, porque era ambiciosa; iba a asumirlo por su
devoción a la causa; pero también iba a asumirlo por las mujeres del
mundo. "Sí", dijo Golden, encantada de que la hubiera invitado. "No cabe
duda de que había algo de hermandad femenina en ello".
Igual que quizá hubo también algo de simbolismo solidario en la
decisión de Abramson de llevar un vestido negro de verano para la
ocasión, en lugar de pantalones. Pero la solidaridad femenina no estuvo
necesariamente en evidencia en la ceremonia, en la que, según recuerda
una periodista del diario, el ambiente predominante, incluso entre las
propias mujeres, más que de celebración por el nombramiento de Abramson,
era de pena por la marcha de Bill Keller, que había decidido
voluntariamente retirarse para dedicarse a escribir. En opinión de
todos, Keller, que obtuvo un Pulitzer de periodismo durante su época de
corresponsal en Moscú, fue capaz de mantener estable la nave durante un
periodo económico tormentoso en
The New York Times ("tiempos de
miedo y pánico", lo calificó un veterano periodista), provocado, como
en toda la prensa, por la desaparición de periódicos impresos y una
caída de los ingresos por publicidad que no se había visto compensada
por la expansión de Internet, que -al ser de acceso gratuito- había
tenido el efecto perverso de aumentar el número de lectores pero de
reducir los ingresos. Hoy, en medio de un desolador panorama de
periódicos muertos o moribundos en Estados Unidos,
The New York Times
se mantiene, maltrecho pero erguido. "Después de años de dedicarse a
escribir necrológicas prematuras o incluso aplaudir nuestra muerte, creo
que hemos pasado de terrible desánimo a un punto en el que las cosas
están estables y confiamos en nuestra supervivencia", dijo Keller,
expresando una opinión generalizada entre sus antiguas tropas aliviadas.
Mientras que viejos rivales como el
Washington Post y el
Chicago Tribune han eliminado casi por completo las corresponsalías,
The New York Times
tiene casi tantas como antes de que Keller se hiciera cargo de la
dirección, en 2003. Aunque no existe margen para la autocomplacencia,
como dijo Keller, en estos momentos el periódico ingresa más dinero del
que gasta. Uno de los factores que lo explica, importante y alentador,
es que la decisión tomada en marzo de este año de cobrar por el pleno
acceso a la página web del periódico ha resultado, pese a todas las
advertencias en sentido contrario, un éxito. El número de suscriptores
de Internet se acerca ya a los 300.000 y, si se añaden los suscriptores
al periódico impreso, el total es la sólida cifra de 850.000.
Por todos esos motivos, y también porque Keller era
considerado en general como una persona inteligente y justa, el
nombramiento de Abramson no se recibió con alegría inmediata entre los
redactores. En cuanto a los méritos intrínsecos de Abramson para el
puesto, las opiniones estaban divididas, y siguen estándolo. Un indicio
de lo que piensa la gente lo dan las reacciones a la publicación del
libro sobre el cachorro. Para los que están en contra, es ridículo; para
los que están a favor, es señal de una extraordinaria seguridad en sí
misma. En conversaciones forzosamente
off-the-record (pese a lo
mortificante que resulta para unos periodistas, precisamente, rebajarse
a semejante cobardía), la postura de los detractores es que Abramson no
es una gran intelectual, en contraste con la opinión general sobre
Keller y Lelyveld; que no es una periodista de investigación tan buena
como ella piensa (no tiene ningún premio Pulitzer en su repisa); que fue
jefa de la delegación en Washington durante un periodo en el que muchos
consideran que el periódico fue incapaz de proponer argumentos
contundentes contra la guerra del presidente George W. Bush en Irak; que
es una manipuladora política; que, también a diferencia de Keller y
Lelyveld, y de la mayoría de los directores ejecutivos de los últimos 50
años, no tiene ninguna experiencia como corresponsal en el extranjero;
que pasa demasiado tiempo prestando una frívola atención a la cultura
popular a través del canal Entertainment Television; que es distante,
temperamental y no sabe escuchar.
Los que están a favor de su nombramiento (hablé con una docena de
periodistas que la conocen) opinan que es extremadamente inteligente;
que lo hizo muy bien como directora adjunta; que tener astucia política y
ascender a la cima de una empresa son dos cosas que siempre van unidas;
que, como jefa de la oficina de Washington, no tuvo más remedio que
adquirir grandes conocimientos de política exterior; y que la
responsabilidad de cualquier fallo a propósito de Irak es del periódico
en general, no suya. En cuanto a su interés frívolo y al parecer
reciente por la cultura popular, sus partidarios lo consideran una
prueba de la seriedad con la que se toma un trabajo que le exige
aprender sobre la amplia variedad de temas que surgen en Internet.
En lo que tanto los partidarios como los detractores están de
acuerdo, no obstante, es en que efectivamente tiene la reputación de ser
distante y temperamental, además de no saber escuchar. Ella es
consciente y ha tomado medidas. En primer lugar, nombrando a
Dean Baquet, que es negro, su
número dos.
Baquet es sociable y simpático, y en el periódico es ampliamente
respetado; segundo, haciendo realidad en parte una promesa que incluyó
en su discurso de aceptación, el día en el que se anunció su
nombramiento, de ser accesible a todos. No se ha dejado ver en la
redacción tanto como algunos esperaban que hiciera, pero sí ha insistido
(tal vez aplicando las enseñanzas de su experiencia como criadora de un
cachorro) en recompensar la buena conducta, por ejemplo enviando
e-mails
de felicitación a los que han hecho un trabajo especialmente bueno. Eso
no era habitual con el régimen anterior, e incluso veteranos reporteros
confiesan que agradecen esas palmadas digitales en la espalda.
Por otra parte, no sería propio del estilo de Abramson mostrarse
sensiblera con sus subordinados en persona. Ella misma cuenta en el
libro del cachorro que su hermana le dijo una vez: "Fuiste una madre
maravillosa, pero nunca te he visto tan cariñosa ni expresiva con nadie
como con este perro". "Es verdad", escribe Abramson. Y reconoce que su
relación sentimental con su perro parece darle "un certificado de mejor
persona". Existe otra historia de la que pocos fuera de su círculo
íntimo han oído hablar y parece indicar que tiene más de amable de lo
que dicen sus detractores. Jane Mayer me contó que Abramson y su marido
Henry Griggs, un compañero de clase en Harvard con el que lleva casada
30 años, tienen un "hijo adoptado", o algo muy parecido.
El hijo de Abramson, Will (tiene también una hija, Cornelia), tenía
un amigo íntimo llamado William Woodson en el colegio público al que iba
en el área de Washington. William era un chico negro cuya familia
procedía de Anacostia, un barrio pobre, totalmente negro, separado de
Washington DC por un puente (muy parecido a lo que era Soweto respecto a
Johanesburgo durante los años del
apartheid, salvo por el
puente). Cuando William acababa de empezar la enseñanza secundaria, su
familia tuvo que regresar a Anacostia. Aquello singificaba que iría allí
al colegio. Inevitablemente tendría peor nivel educativo que el
excelente centro al que asistía con su amigo Will. Jill Abramson propuso
una solución. William debería ir a vivir con ella y su familia y, de
esa forma, completar sus estudios en el colegio bueno. Lo hizo durante
siete años. "William", dice Jane Mayer, "era como el tercer hijo de
Jill. Ella contribuyó a pagar incluso su matrícula en la universidad y,
más tarde, le ayudó a conseguir un buen trabajo. Creo que le quiere
tanto como a sus propios hijos. Todavía hoy va con frecuencia a su casa
de Connecticut. Pero en ningún momento ha querido Jill llamar la
atención sobre su relación con él".
Las facetas privadas de Abramson contrastan
claramente con la imagen de "dama de hierro" que, dice Mayer, suscitan
todas las mujeres en puestos de poder. Todas las mujeres que tienen
autoridad en grandes organizaciones se debaten con la cuestión de cómo
dirigir a la gente sin ser vistas como antipáticas, "cómo ser jefas sin
ser mandonas", en palabras de Mayer. "Pero, aunque Jill es consciente
del problema, no está demasiado preocupada por él". En eso, su aparente
seguridad en sí misma le es muy útil, esa actitud franca que vi en mi
entrevista con ella y que Mayer presenció cuando trabajaban juntas en su
libro hace casi 20 años. "Era más directa que yo a la hora de hacer
preguntas, iba más al grano, tenía más espíritu de reportera". Y era
también, pudo ver Mayer, "una fuerza intelectual, apasionada por la
política y por los mecanismos del poder".
De pronto, se ha encontrado en una posición que le permite dar un uso
práctico a esos conocimientos. Y lo ha hecho, por lo menos, en un
aspecto importante. "Ninguno de sus predecesores", me dijo un veterano
periodista de
The New York Times, "impuso tantos
cambios tan pronto". Nada más tomar posesión en septiembre, se propuso
limpiar las altas instancias de dirección en el periódico para
transmitir el mensaje inequívoco de que el pasado era el pasado y ahora
era ella la que mandaba. Sin embargo, una crítica que se le hace es que,
en su intento de hacer exhibición de fuerza, ha mostrado debilidad. En
la redacción existe una opinión de que se ha rodeado de personas leales a
ella, y eso ha provocado una acusación que suele hacerse contra los
políticos, la de que ha escogido como lugartenientes a hombres y mujeres
que dicen que sí a todo, y no a los más apropiados para el trabajo. Si
eso es cierto, y algunos en el periódico lo discuten, es una visible
maniobra de poder que muchas veces delata una inseguridad de fondo. Una
inseguridad a la que ella, resulta, no es del todo ajena. El verano
pasado se quebró durante un instante el barniz de persona dura que se
esfuerza en enseñar: se le escapó en una reunión con periodistas de los
medios de Nueva York que sí estaba inquieta por cómo iba a hacer su
nuevo trabajo. "Quiero hacerlo bien", dijo, "y a veces me preocupa que
no voy a ser capaz".
Parte de la preocupación, le propuse durante la entrevista en su
despacho, podría partir del temor a que un fracaso suyo podría
interpretarse como un golpe no solo para ella, sino para todas las
mujeres. La primera palabra de su respuesta fue la misma que usó cuando
le pregunté si sería una sorpresa que un director hombre de
The New York Times
escribiese un libro sobre un cachorro. "Quizá", respondió; una forma en
clave, clara y sonora, de decir "sí". Pero se apresuró a levantar el
muro otra vez. "Quizá es verdad que lo sería", dijo, "pero creo que uno
viene a trabajar cada día decidido a triunfar y a hacerlo bien, y soy
consciente, desde luego, después de decenios en el periodismo, de que
siempre surgen crisis, pero ya he sorteado algunas grandes y he
aprendido de ellas. Creo que tenemos mucho sentido común. Creo que soy
la periodista adecuada para tener este cargo en
The New York Times en este momento".
Uno de los motivos por los que cree que es la persona adecuada para
la tarea es que, cuando era directora adjunta, pasó seis meses
trabajando estrechamente con la sección digital del periódico. Ahí
concentra la mayor parte de su atención hoy. En virtud del éxito o el
fracaso de la aventura digital, de que funcione o no como negocio, se
medirá su propio éxito o su propio fracaso. No se hace ilusiones. Las
aguas por las que navega
The New York Times, como todos los
periódicos, son imprevisibles, como ella reconoció cuando le pregunté si
estaba preparada para las traicioneras rocas que le aguardaban. "Estoy
preparada para las rocas e incluso para los icebergs, y cosas peores",
dijo. Entonces, ¿dónde estaba
The New York Times ahora? ¿Cómo
definiría ella el momento que vive el periódico? "Es una transición, y
estamos completamente en medio de ella. Pero tenemos el rumbo trazado y
fijado por nuestros valores fundamentales".
Abramson tiene un mantra que repitió tres veces en nuestra entrevista. Dijo que los valores fundamentales de
The New York Times
son "información rigurosa, edición inteligente y redacción elegante".
Estupendo, le dije. ¿Pero no hay una contradicción? Para empezar, ¿el
batiburrillo multimedia no perjudica la elegancia de la palabra escrita?
Respondió que no. Dijo que en la página web del diario que dirige, que
es "una maravilla de la innovación", los cortes de audio o de vídeo
insertos en las noticias pueden "intensificar el efecto" y "adornar" la
interpretación y la sensación que saca el lector de lo que le están
diciendo.
Solo que, una vez creada esa mezcla, el lector deja de ser mero
lector para ser además telespectador y oyente de radio, y los sonidos e
imágenes en movimiento pueden sustituir la posible falta de elegancia o
profundidad descriptiva del periodista. Abramson no estaba de acuerdo, e
insistió en que por algo la página web de
The New York Times, número uno en el
ranking
mundial de periódicos con 46 millones de visitas al mes, es "la envidia
de todos en nuestra profesión y se ha convertido en parte fundamental
de la vida de tanta gente en todo el mundo": la experiencia digital, en
lugar de perjudicar la naturaleza del producto, la ha mejorado.
¿Quería decir eso, le pregunté, que hoy, al contratar a un nuevo
periodista, miraba más allá de las aptitudes periodísticas tradicionales
y buscaba gente capaz de rodar vídeo o que conociera la escritura
html?
"Lo que busco, ante todo, es el talento para contar historias en las
que hay detalles y uno puede ver en su cabeza cómo se desarrolla la
acción. Quiero a los mejores buscadores y los mejores narradores, y no
me siento aquí a preguntarles cuánta experiencia de vídeo tienen ni si
son duchos en
html 5. Pero eso también me interesa y,
cuando alguien está a gusto con los multimedia, o el vídeo, o cualquier
formato digital, me impresiona y me parece atractivo, desde luego".
Como decía Abramson, es un momento de transición.
Repasando la evolución de su periódico en los últimos años, parecía que
las confusiones inherentes a todas las transiciones habían alcanzado a
esos valores fundamentales que definía. No solo a la idea de elegancia
en la palabra escrita, sino a los otros dos principios de su mantra.
Fijémonos primero en la "información rigurosa". En
The New York Times
siempre ha existido el principio rector de que la información rigurosa
exige una rígida separación entre la noticia y la opinión. En nuestra
entrevista, Abramson dijo que combinar las dos era una costumbre
europea. "En Europa, la tradición es algo distinta, porque el límite
entre las noticias y la opinión no está tan nítida como aquí". Como
prueba de la pureza de su periódico en este sentido, mencionó el hecho
de que, dentro de las competencias de su cargo, ella no cuenta nada en
las páginas de Opinión. Sin embargo, a juicio de muchos tradicionalistas
descontentos del periódico, ese límite se ha cruzado en las páginas de
información que sí están a su cargo y continúa cruzándose a diario.
Abundan los casos, argumentan, en los que se funden noticias y
opiniones; se depende menos de las cosas que dicen las "fuentes", con
nombre o sin él, y el periodista tiene más margen para hacer
declaraciones que el que podía tener hace 10 años. Un ejemplo reciente
entre muchos es un artículo "informativo" publicado en noviembre sobre
el candidato presidencial republicano Newt Gingrich en la sección de
Política del periódico. "Newt Gingrich", empezaba el texto, "es
historiador. Tiene un doctorado en historia. Si se nos ha olvidado, él
nos lo recuerda". Es un comienzo elegante, que invita a seguir leyendo,
pero al estilo moralmente reprobable europeo. Porque rezuma sarcasmo, y
el sarcasmo es opinión. Desde el primer instante, no existe ninguna
pretensión de equilibrio. La balanza está inclinada contra Gingrich.
Abramson intenta explicar esta contaminación aparente del dogma tradicional de
The New York Times
mediante una distinción (que algunos redactores del periódico
consideran falsa) entre opinión y "análisis". "Nuestros lectores siempre
han tenido un enorme deseo de ver los acontecimientos situados en
contexto y analizados. Pero eso es información, no opinión. Los puntos
del análisis pueden parecer cargados de opinión, pero nuestros editores y
nuestros redactores tienen mucho cuidado de mantener la diferencia
entre noticias y opinión". Y sin embargo, también es cierto, como
destacan algunos en el periódico, que en los últimos 10 años se ha
dejado de poner el énfasis en el tradicional "quién, dónde, cuándo, qué"
de una noticia para pasar al "cómo y porqué".
Si
The New York Times recurre cada vez más a lo que Abramson
llama análisis debe de ser, en parte -y ella no está en desacuerdo con
esto- por el torrente de información, o lo que se supone que es
información, que circula por Internet, y que contribuye a que ese deseo
que describe de contexto y explicación sea aún más necesario y
acuciante.
Pero también está la obligación de competir con el babel de ruido que
nos rodea, y eso provoca otro tipo de urgencia: volcar la información
que se tiene a la página web con más rapidez que nunca. Ahí es donde el
tercer "valor fundamental" del mantra de Abramson, "edición
inteligente", también se tambalea. Cada vez más reporteros de
The New York Times
tienen blogs en los que vuelcan su material al instante, prácticamente
sin editar. Los blogs en tiempo real están muy lejos de los viejos
métodos para publicar historias en el periódico, que dependía, hasta un
punto que a los periodistas europeos les parecería insufriblemente
legalista, de unos redactores jefes de una irritante pedantería.
Por eso, lo que le pregunté a Abramson fue: ¿no significaba este
cambio al blog en directo una pérdida inevitable de control de calidad?
"Bueno", respondió, "usted puede pensar eso, pero creo que, en la
mayoría de los casos, los periodistas toman tan en serio las normas del
Times que no van a desmadrarse, a repetir algo que no esté confirmado ni escribir en tono sarcástico".
Lo cual sugiere quizá la pregunta de por qué eran necesarios todos
esos editores de ojo de águila. Claro que, si los editores dejan de
tener la función que tenían, ¿dónde estará la diferencia entre un
periódico tradicional y los miles de sitios multimedia que surgen sin
cesar? "En el periodismo de calidad", dijo Abramson, al final de nuestra
entrevista. "En una información fantástica, y en una redacción y en un
análisis magníficos, y en una edición fantástica".
Calidad: esa -y están de acuerdo todos los periodistas de
The New York Times,
independientemente de sus opiniones sobre Abramson- es la palabra. La
calidad tiene que ser la respuesta para crear periodismo que venda. Pero
la definición de la calidad y de las reglas según las cuales se toman
decisiones editoriales no están tan claramente definidas como antes. Más
que cualquier otro jefe de
The New York Times en
tiempos modernos, Abramson carga con tener que inventarse las reglas
sobre la marcha, de verse obligada a emitir juicios subjetivos sobre
cuestiones fácilmente resueltas anteriormente recurriendo al viejo y
deshilachado concepto periodístico de la objetividad. Hoy todo está en
flujo; hasta la propia palabra en inglés para "periódico",
"newspaper"
(papel de noticias), está perdiendo validez. El hecho de que Abramson
escogiera el adjetivo "fantástico" al final de nuestro encuentro fue
significativo. Era menos preciso que otros adjetivos que había empleado
con anterioridad -riguroso, inteligente, elegante- y más abierto a una
interpretación imaginativa.
Transición, la palabra clave en relación con el momento que está viviendo
The New York Times,
significa evolución, supervivencia de los más fuertes, adaptación. Para
este diario, como para todos los periódicos tradicionales, la consigna
hoy tiene que ser adaptarse o morir. El hecho de que una mujer -una
mujer que escribe sobre su cachorro- haya sido escogida como directora
indica en sí que nos encontramos en una época de cambios
revolucionarios.
The New York Times no es, al fin y al
cabo, el papado. No es la Iglesia católica. Está transformándose, por
pura necesidad, con los tiempos. Quizá, quizá mucho más, incluso, de lo
que Jill Abramson esté dispuesta a creer, o a reconocer.
Publicacdo en
El País, 12/2/12.