miércoles, 19 de noviembre de 2008

Cuidadores de mundos

Textos de Ander Izagirre, del libro 'Cuidadores de mundos', Ed. Altair, 2008.


Montes de Triano (Trapagarán, Ortuella, Gallarta)

La montaña del alirón

Si el mineral extraído contenía mucho hierro, los mineros cobraban paga extra. Por eso se pasaban la noticia con un grito triunfal: ¡Alirón! ¡Alirón! Eran las palabras que los químicos ingleses habían escrito con tiza en el mineral: All iron. ¡Todo hierro! Alirón fue el canto que brotó de las minas, un grito de euforia que define una época. A finales del XIX en los montes de Triano se organizó la mayor explotación de hierro del mundo, acompañada por la expansión de los ferrocarriles, la siderurgia, las navieras, los bancos. Aquella fiebre dejó riquezas inmensas en Vizcaya y modeló un paisaje alucinante, con enormes cráteres y ruinas industriales. Un grupo de viejos mineros guarda la memoria de aquella epopeya.

Al pueblo viejo de Gallarta se lo tragó la tierra. Carmelo Uriarte, minero jubilado de 75 años, mira al lugar en el que nació y sólo ve un socavón de doce millones de metros cúbicos (equivale a un hueco tan extenso como ocho campos de fútbol y 200 metros de profundidad). En los años 50 descubrieron que debajo de Gallarta se extendía un inmenso yacimiento de hierro y empezaron a comerse el pueblo a golpe de dinamita. “¡Y no era una aldea!”, dice Uriarte. “Tenía siete mil habitantes, el frontón más grande del País Vasco con 16 números, iglesia, ayuntamiento, varios colegios. Hacia el año 59 o 60 empezaron a trasladar a las familias a otras casas que construyeron más allá, en el Gallarta nuevo, pero algunos seguimos unos años en el pueblo viejo. Vivíamos al borde de la mina y aquello era terrible, todo el día con las explosiones y las polvaredas”.

Las dimensiones de aquella mina, bautizada como Concha II, resultan espeluznantes. Empezaron a comerse la ladera a 200 metros de altitud y excavaron hasta los 17 metros bajo el nivel del mar. Después, cuando agotaron la explotación al aire libre, empezaron a horadar bajo la superficie y desarrollaron una impresionante red de galerías: cincuenta kilómetros de pasadizos subterráneos que bajan hasta los 205 metros bajo el nivel del mar. Dentro de ese laberinto existen sesenta cámaras de veinticinco metros de alto por cien de ancho, suficiente para albergar la catedral de Burgos en cada una de ellas. “Fue el mejor criadero de hierro de Europa”, explica Uriarte. “En otros sitios sacaban mineral con una ley del 46 o el 48%. Aquí tenía como mínimo un 58% de hierro”. Las mejores vetas se agotaron en veinte o treinta años; al final recurrieron a las partes menos ricas y la rentabilidad cayó en picado. Porque la explotación fue realmente intensa: la mina empezó a funcionar en 1961; durante los años 70 se llegaron a extraer 2,2 millones de toneladas anuales de mineral (la segunda mayor cantidad del continente); ya en 1984 se terminó la explotación a cielo abierto y en 1993 se clausuraron las últimas galerías. Quinientas personas trabajando hora tras hora vaciaron el monte durante tres décadas.

La mina mató al pueblo pero dio vida a sus habitantes. Muchos gallartinos trabajaron en la Concha II, como venían haciendo sus padres, sus abuelos y sus bisabuelos en los yacimientos de la comarca, en los montes de hierro de Triano. Los habitantes de Muskiz, Abanto-Zierbena, Ortuella, Trapagarán o Galdames presumen de tener una sangre saturada de hierro: la minería ha sido el eje de sus vidas durante siglos. Por eso, cuando a mediados de los 80 empezaron a cerrarse las últimas explotaciones, Carmelo Uriarte sintió pena: “El trabajo era muy duro, sí, pero también era nuestra vida. Nuestras raíces están en las minas. Y yo, por pura añoranza, por sentimentalismo, empecé a recoger materiales abandonados. Primero tornillos, tenazas y picos, pero luego fui rescatando barrenas, taladros, vagonetas, cada vez más cosas”. Otros mineros le echaron una mano, también su hijo Aitor, y poco a poco acumularon una cantidad inmensa de herramientas, máquinas y documentos. Cuando ya no tenían dónde guardarlos, el ayuntamiento les cedió el matadero del viejo pueblo de Gallarta, que se había salvado de la desaparición porque se encontraba en las afueras, en el mismo borde de la mina. “Y ahí, en 1986, abrimos un museo minero que ahora es el más antiguo de España”, explica Uriarte, actual presidente de la Fundación Museo de la Minería del País Vasco.

El socavón de Concha sólo es un episodio más en la historia minera de la comarca. Eso sí: es el último episodio, con el que se liquida un oficio que se practicaba en estas tierras desde la prehistoria. En tiempos romanos, el historiador Plinio el Viejo habló de “una gran montaña de hierro” en la costa cantábrica. Es probable que se refiriera a esta zona, ya explotada en aquella época. Siglos más tarde, las ferrerías medievales transformaban el metal en anclas, aperos de labranza, clavos y armas que se exportaban a media Europa. La metalurgia bilbaína ganó tanta fama que durante un tiempo en inglés se usó la palabra bilbo como sinónimo de algunos hierros (como en esta cita de Shakespeare en Hamlet: “I lay worse than the mutines in the bilboes”, “me sentía peor que los amotinados con sus grilletes”).

La gran fiebre del hierro estalló hacia 1876. Aprovechando el final de la guerra carlista, la supresión de aduanas, las facilidades para exportar y los permisos para instalar ferrocarriles, las empresas británicas trajeron a la Margen Izquierda del Nervión una oleada de inversiones. Aquí tenían un hierro excelente en la mismísima superficie, cerca de un gran puerto, con mano de obra barata y la posibilidad de trabajar a cielo abierto todo el año (no como en las minas escandinavas). Se instalaron docenas de compañías -entre ellas 64 inglesas- que invirtieron millones y millones, emplearon a 12.000 obreros y llegaron a producir 6,5 millones de toneladas anuales de hierro (la décima parte de toda la producción mundial). Fue una época frenética, un hervidero humano que desfiguró el paisaje: destruyeron montañas, desviaron ríos, abrieron balsas gigantescas, instalaron hornos de calcinación, tendieron tranvías aéreos para bajar el hierro en baldes hasta los cargaderos del puerto, construyeron planos inclinados para las vagonetas, trazaron la red ferroviaria más densa de Europa. Al calor del hierro se levantaron las industrias siderúrgicas, los astilleros, las compañías navales, los grandes bancos, las fabulosas riquezas de la burguesía vizcaína. Era el tiempo de “los hornos de Barakaldo, que alumbran todo Bilbao”. Y el tiempo del alirón, el grito de una época efervescente. Si el hierro extraído era muy puro, los mineros cobraban paga extra. Se pasaban la noticia con un canto triunfal: ¡Alirón! ¡Alirón! Eran las palabras que los ingenieros británicos habían escrito con una tiza en el mineral: All iron. ¡Todo hierro!

No todo era euforia. Los obreros padecían condiciones tan miserables que la esperanza de vida llegó a caer por debajo de los 30 años. En épocas tan tempranas como 1827 ya había mineros que habían construido chabolas en la zona alta de la montaña, cerca de los yacimientos, para no tener que subir todos los días al trabajo. Con la gran fiebre del hierro brotaron las aldeas champiñón, conjuntos de barracones que se levantaban en el monte sin ninguna infraestructura, y en 1877 se fundó el poblado de La Arboleda, así llamado porque se situaba junto al único resto de bosque que resistía a la deforestación brutal. En cada barracón se hacinaban grupos de mineros que se organizaban con el sistema de camas calientes (tres o cuatro personas se turnaban por horas una misma cama, apenas un tablón) y había chabolas ocupadas por varias familias que incluso cocinaban en el interior, sin agua corriente, luz eléctrica ni alcantarillado. Las jornadas laborales eran terribles -diez horas y media en invierno, trece en verano-, las neumonías devoraban a los mineros, los accidentes dejaban un reguero constante de heridos y muertos.

A la dureza se le añadían los abusos de los patronos. Por ejemplo, los mineros estaban obligados a hacer la compra en los economatos de la empresa, que aplicaba precios abusivos (hasta un 40% más caros que en Bilbao) y los restaba de los sueldos, que se quedaban en migajas. Por eso la Margen Izquierda fue terreno abonado para el sindicalismo más peleón. Los mineros vizcaínos organizaron en 1890 una de las primeras huelgas generales de toda España. El general Loma, encargado de reprimir el levantamiento, conoció de primera mano las condiciones de vida de aquella gente -“en estas casas no deberían vivir ni los cerdos”- y terminó mediando en la negociación. Se concedió a los obreros libertad para comprar y vivir donde quisieran y se redujo la jornada a una media de diez horas.

Esas miserias las conoció Antonio Yunquera, 85 años, que empezó de minero con 15 pero ya mamaba los dramas mucho antes: “Mis primeros recuerdos son los de mi padre cuando llegaba reventado, empapado y con los choclos [las botas] cubiertos de barro. Si tocaba picar mineral y cargarlo, daba igual que cayera un chaparrón, había que picar y cargar desde la mañana hasta la noche.. Yo vi eso desde chaval. En la escuela, a los que teníamos el padre en la mina nos dejaban salir una hora antes para llevarles la comida. Y nosotros, con 13 o 14 años, queríamos empezar a trabajar cuanto antes para ganar algún dinerillo. Es que en las casas había muchos hijos y mucha necesidad. Y por ahí vinieron las huelgas: por la necesidad. Subían el pan cinco céntimos y se montaba una tremenda, pero siempre daban la cara los que más necesidad tenían. Había esquiroles, claro, y buenas palizas se llevaban. Era muy duro, porque en las huelgas aparecía la Guardia Civil y se llevaba a unos cuantos al cuartelillo. Y allí dentro nadie sabía lo que pasaba. Pero mereció la pena, porque gracias a las huelgas se consiguió todo lo que tenemos ahora: jornadas de ocho horas, buenos sueldos, vacaciones… Y la jubilación, porque entonces a los viejos sólo les quedaba pedir. Si no podías trabajar, no cobrabas. Yo recuerdo una imagen muy dura: aquellos pobres viejos, después de toda la vida en la mina, que bajaban cojeando por la carretera para ir a pedir limosna a Las Arenas o a Portugalete”.

La memoria de aquellos tiempos está guardada en el Museo de la Minería de Gallarta. Doce o catorce mineros jubilados se reúnen los viernes para reconstruir los viejos elementos de su oficio. Antonio, a sus 85 años eléctricos, es el mayor de todos y el héroe aclamado del grupo: trabaja en el taller todos los días. Carmelo Uriarte, el presidente, señala un montón de herrajes torcidos y oxidados: “Te parecerá chatarra, pero con eso vamos a reconstruir otra vagoneta. Porque aquí no creamos nada nuevo. Todo lo que ves -vagones, caballetes de tranvías aéreos, fraguas…- es material auténtico. Rescatamos piezas que están perdidas o enterradas en las galerías y las volvemos a ensamblar con las técnicas y las herramientas de antes”. Este patrimonio se ha recuperado gracias a la tarea voluntaria de esta cuadrilla de jubilados. Entre ellos se toman el pelo, pero Carmelo les rinde justicia a media voz: “Son unos auténticos artesanos, unos genios. Pero ya nos vamos haciendo viejos y quizá ésta sea la última vagoneta que se reconstruya jamás”.

Carmelo y sus compañeros saben que con el trabajo de los últimos veinte años han cumplido un acto de justicia: recordar que la prosperidad de Vizcaya se levantó sobre los hombros de aquellos mineros.


Monte Intxaurtxua (Bérriz)

Las raíces de una vida

Todos los días del año, con pocas excepciones, el carpintero destajista Juan Reguillaga Arruabarrena se echa a los bosques de Vizcaya y anda dos o tres horas. No camina a paso de montañero: abandona los senderos y va husmeando entre los árboles, los helechos y las zarzas, se agacha a menudo, escarba la tierra y patea tocones. “Son andares de zorro”, dice. Busca raíces muertas, la materia prima de su arte y de su vida.

Juan obedece las instrucciones del sol. Se planta en mitad del camino, levanta el brazo izquierdo, apunta con el índice hacia lo más alto y fija su mirada en la bola de luz. Está acostumbrado al resplandor. Algunos de los acontecimientos más importantes de su vida le han llegado mirando directamente al sol. “Al principio lo veo allá arriba, pero después de un rato voy notando cómo la luz se desparrama, va cayendo hacia el bosque, y así me indica dónde están las raíces”, explica. Se gira y señala una ladera cubierta de helechos. Camina rápido hacia esa zona y rebusca hasta encontrar una vieja raíz de roble que asoma entre la vegetación. “Después de tantos años ya adivino la forma que va a tener la raíz cuando la desentierre. Ésta va a tener apariencia de perro. Ya verás”. Primero le da unas patadas para comprobar si está suelta o agarrada, la mueve con la mano, busca alrededor alguna rama (nunca lleva herramientas) y escarba con ella la tierra para ir liberando la raíz.

Estamos en Intxaurtxua, una pequeña colina de Bérriz cubierta por un pinar de repoblación. Asoman aquí y allá, entre la alfombra de helechos, algunos brotes de roble que no llegan a crecer porque la explotación maderera no les deja. A Juan le gustan especialmente las raíces de los pinos y los cerezos, aunque también busca las de los castaños y los robles. En estos parajes ha sacado muchas pero últimamente no acostumbra a venir por aquí: “Es que suele andar mucha gente y yo prefiero trabajar solo. En temporada de setas ni me acerco. Suelo recoger níscalos y hongos, pero cuando busco raíces me voy a sitios más solitarios, a los bosques de Oiz, de Otxandiano o de Forua, me salgo de los caminos y me meto entre las zarzas, los helechos y las argomas para andar tranquilo. Y prefiero que llueva: menos gente. A veces los baserritarras [los campesinos] me ven buscando algo y me dan el alto, me echan y hasta me amenazan. No están a favor de la cultura”.

Cuando una raíz se resiste, Juan la deja en su sitio. Esperará a que las lluvias se cuelen por la tierra que ha removido alrededor y vayan soltándola. Pero esta vez ha habido suerte: después de varios tirones, la raíz de roble sale con facilidad. Con una ramita va quitando la tierra adherida y empieza a interpretar las formas de la madera. “Mira, te lo había dicho: ¿no ves aquí el morro y las orejas? Y esto podría ser la boca”. A ojos de Juan, la raíz se va convirtiendo en perro. Después de desbastar un poco la pieza, la levanta como un trofeo y mira al cielo. “¡Fíjate! En cuanto saco la raíz, el sol aparece entre las nubes y pega con mucha más fuerza. ¿Lo has notado?”.

Después se toma un tiempo para cubrir el agujero del que ha sacado la raíz. Lo tapa minuciosamente con tierra, ramas y helechos. “Lo hago siempre”, explica, “porque no quiero que se lastime el ganado y porque siempre dejo el monte como estaba. Alguno te dirá que soy un loco que anda por ahí estropeando el bosque. Pero no es verdad. Esto no es una cosa de locos, es arte. Sé bien lo que hago y cuido mucho el bosque. Yo creo vida. Saco raíces muertas, siempre muertas, y al convertirlas en esculturas les doy una nueva vida”.

Juan decidió dar vida a las raíces porque ellas le dieron la vida a él. Le dieron una segunda existencia: “Yo ahora tengo 13 años”, dice. Su primera vida empezó el 28 de febrero de 1948, cuando nació en el caserío Mendibil de Leaburu (Guipúzcoa), y terminó el 28 de octubre de 1993, cuando cayó al vacío desde lo alto de una escalera, en una obra de Gernika, y quedó en coma tres días. Cuando despertó y lo llevaron a casa, pensó que iba a permanecer atado para siempre a una silla de ruedas. “Estaba medio inválido. Tenía todo el costado y el brazo izquierdo hechos polvo, no los podía mover, no andaba, me arrastraba como podía. Y menuda situación: tenía cuatro hijos, acababa de montar un taller de carpintería, debía pagar el alquiler de la casa… Y yo no valía para hacer nada”.

Un día salió de su casa de Elorrio y entró, con el cuerpo encogido, medio a rastras, torcido de dolor, a un bosque cercano. Sólo pudo recorrer trescientos metros. Pero allí encontró una raíz muerta. La tocó, la movió y empezó a sentirse cada vez mejor. Volvió a casa caminando de pie. Y en ese momento, hace trece años, comenzó su segunda vida.

Juan asegura que a través de aquella raíz recibió la fuerza y la vida que le transmitían sus difuntos padres. Con 4 años perdió a su padre Esteban. Con 18, a su madre María Josefa. “Yo sabía que mis padres me iban a ayudar en aquel momento tan malo”, dice, “y descubrí que a través de las raíces puedo conseguir lo que más deseo. Yo echaba mucho de menos a mis padres, quería estar con ellos, y lo deseaba con tanta fuerza que un día me quedé mirando al sol y allí se me apareció el rostro de mi madre”.

Desde aquella aparición, suele arrodillarse a menudo para rezar mirando al sol. A veces se coloca una gran raíz a modo de máscara y mira a través de dos huecos. Entonces nota que el rostro se le transforma en rostro de gato o de tigre. Ha visto a sus padres otra media docena de veces, en algunas ocasiones al padre, en otras a la madre, siempre a las dos y media de la tarde, casi siempre mientras miraba fijamente al sol y alguna vez en el interior de su taller. “Es que en el taller he tenido dos intoxicaciones”, explica, “porque es un local muy pequeño y sin ventilación, y como trabajo con barnices y disolventes, un par de veces se me aparecieron mis padres y luego perdí el sentido. Con el disolvente suelo tener apariciones, sobre todo con el de la marca Valentine”.

El taller de Juan es digno de ver. Y él está encantado de recibir visitas. Se encuentra en la calle Bilbao número 15 de Bérriz, al pie de la carretera nacional, junto a un oportuno semáforo. En los festivos, cuando Juan pasa los días y las noches en el taller, coloca sus obras en la cuneta a la vista de los paseantes y los conductores que se detienen con la luz roja. A quien tenga interés, le mostrará las raíces con formas de animales (están a la venta), y a quien tenga mucho interés le explicará cómo en algunas raíces también ha descubierto los rostros de sus padres y la imagen de una Virgen y de un Cristo (éstas nos las vende, claro, aunque las ha regalado a “personas especiales”). También le enseñará el taller, un cubículo estrechísimo forrado de fotos y carteles, repleto de velas, estatuillas de santos y vírgenes, imágenes de soles, raíces desperdigadas por las esquinas –algunas barnizadas y brillantes, otras húmedas y terrosas-. El olor denso a madera y a disolvente, el silencio acorchado de la madriguera, la penumbra atravesada por los chorros de luz que se cuelan por los ventanucos, forman un ambiente propicio para las apariciones.

La mayoría de sus fotos -guarda miles- son imágenes del sol, de las nubes, de reflejos en los cristales. Juan tiene la vista muy entrenada para descifrar los brillos y descubrir rostros. Sabe que donde él ve la sombra de su padre, que le sigue pegado a los talones, los demás sólo vemos la sombra de una señal. No le importa mucho. Sabe que le acusan de loco, que le ignoran o que se ríen de él. Antes se enfadaba, pero cada vez menos. Porque a él le pasó lo que le pasó, un milagro, y eso no cambia aunque los demás no le crean. Y no se va a callar: tiene la misión de contarlo, de relatar las apariciones de sus padres, la magia de las raíces, el encadenamiento de milagros.

Por ejemplo: “Una de las veces en las que me intoxiqué y perdí el sentido, mi hijo vino por casualidad al taller y me salvó. Eso fue un milagro. Cuando se lo conté a Javi, el enterrador de Etxebarri, que es amigo mío, le impresionó mucho. Como vi que tenía fe, le regalé una raíz en forma de dinosaurio y un rosario que compré en la Colegiata de Cenarruza. Y por haberle hecho ese regalo, al día siguiente se me aparecieron a la vez mi padre y mi madre”. En el fondo, Juan llama milagro a la sucesión de actos de bondad y agradecimiento. Parece difícil despreciar esa idea.

Y hasta reviste de milagro la visita de un periodista. Porque así su historia saldrá en los papeles, la conocerán otras personas y le vendrán más visitas: más milagros. “Me ha costado mucho dormir esta noche. Me puse muy nervioso cuando me dijiste que querías hacerme un reportaje”, confiesa al final del paseo por el pinar de Intxaurtxua, cuando volvemos al taller. Luego duda un poco y habla con un punto de timidez. “Me gustaría regalarte una raíz”. Le digo que no hace falta, que para mí ha sido un paseo muy interesante, que le estoy muy agradecido. Pero Juan ya ha elegido una, la más grande, una preciosa columna que crece con varios brazos sinuosos, como una llamarada de madera, hasta alcanzar un metro de altura. “¿Dónde la vas a poner?”, me pregunta. “No sé, quizá en el jardincito que tienen mis padres”. Sin darme cuenta, he tocado la tecla precisa. A Juan se le ilumina la cara. “¿Se la vas a dar a tus padres? Pues espera, espera”. Y entre las raíces que tiene colocadas en la cuneta escoge otras dos, un poco más pequeñas, pero igual de hermosas.

Insiste en cargar con todas las piezas hasta mi coche, no deja que le ayude. “Juan, por favor, ya llevo yo alguna, que pesan un montón”. “Pesan un montón, ¿eh? Pues yo he cargado con raíces como éstas durante kilómetros y kilómetros por el bosque. Yo, que estaba medio inválido”. Comprendo que no debo ayudarle. Cuando deja sus obras de arte en el maletero, me estrecha la mano y las señala: “Si esto no es un milagro, yo tendría que ser un fuera de clase”.


Monte Escamelo (Pipaón)

El hombre de las doscientas fuentes

Hace una quincena de años, Javier Etxepare Mendigaldu decidió que ni él ni sus colegas cazadores volverían a pasar sed en el monte. Desde entonces ha construido dos centenares de fuentes en las montañas de Álava.

Entre las hayas aparece una hondonada de barro negro, encharcado, revuelto, de unos cuatro metros de largo por dos de ancho. En la parte más baja hay una pequeña base de cemento, con una tubería de la que no mana agua. “¡Ya me han fastidiado la fuente los jabalís!”, dice Javier Etxepare Mendigaldu. “Vienen a esta charca a bañarse, se revuelcan y a veces me mueven la tubería. Voy a tener que fijarla mejor. Ya tengo trabajo para esta semana”.

Javier suele venir al bosque con azada, hoz, paleta, tuberías y algo de cemento. No es que nadie vaya a pasar sed si no arregla esa fuente, porque en los alrededores hay bastantes más. Le pregunto cuántas ha construido en esta ladera norte del monte Escamelo. Se para un momento, las va contando entre dientes, una a una, y responde: “Diecisiete”. Diecisiete fuentes en esta pequeña zona de la sierra de Cantabria-Toloño. Alrededor de doscientas en toda Álava y en la vecina sierra navarra de Codés. Y no sólo las construye, también las mantiene.

Todo empezó hace una quincena de años, cuando andaba a la paloma con sus compañeros cazadores. Iban sedientos por el monte y encontraron tres charcas de las que apenas se podía beber. Javier les hizo una promesa: “¡La próxima vez que vengáis aquí tendréis una fuente!”. Y así es la gente de palabra: la empeña en un compromiso noble -incluso evangélico: dar de beber al sediento- y la mantiene para el resto de sus días.

Javier Etxepare Mendigaldu, de 68 años, tiene una biografía peculiar que arranca con la explicación de sus propios apellidos. A los cuatro días de nacer lo dejaron en una cesta en la puerta de un caserío de Asteasu (Guipúzcoa), en el que una mujer acababa de dar a luz. “Mi madre debía de ser alguien de la zona, porque ya sabía en qué casa convenía dejarme para que me amamantaran”, explica. En la cesta venía una tarjeta con su nombre, Francisco Javier, y de los apellidos se encargaron el juez y el cura: “Me pusieron Etxepare, porque me habían dejado junto a una casa, y Mendigaldu, perdido en el monte”. Lo adoptó una familia que a los pocos años se trasladó a vivir a Rentería, y allí, con diez o doce años, se enteró de su origen. Cuando más tarde empezó a trabajar en la Papelera Española, de vez en cuando una señora llamaba a la fábrica para saber si Javier estaba bien. Cuando le preguntaban quién era, la señora colgaba. “¡Ya ha vuelto a llamar tu madre!”, le decían a Javier.

Después de casarse se marchó con su mujer a Vitoria, a la fábrica de neumáticos Michelín, y allí trabajó durante 32 años hasta que se jubiló con 56. Cuando salía de la fábrica solía echar una mano en la ferretería que llevaba su mujer, ponía persianas y cerraduras, y en los ratos libres salía a cazar, a buscar setas y luego a construir fuentes. Javier es un hombre inquieto -“no puedo parar ni un día”- y en cuanto puede se echa al monte. “Los chavales me dicen que lo deje ya: que vas para viejo, que un día te has de perder, te has de cascar una pata y nunca sabemos dónde estás. Me dicen que lleve un teléfono pero yo no quiero. Además, donde yo ando no hay cobertura. Claro, como nunca saben si vuelvo a comer o no… A veces se me hace tarde y como algo por ahí, que unas alubias y un filete te sacan en cualquier lado. En casa saben cuándo salgo pero no cuándo entro”. De todos modos, se ve que el apellido Mendigaldu fue una especie de vacuna infantil: no parece fácil que este hombre se pierda. Conoce todos los rincones del monte, las hondonadas, los senderos, los pedruscos que le indican el camino a los setales más secretos y prometedores.

Paseamos a través de un hayedo que se extiende por la vertiente norte de la sierra de Cantabria o de Toloño, en tierras de Pipaón y Lagrán, rozando la muga con La Rioja. Aquí trabajaron duro los carboneros; hoy en día, salvo las entresacas de hayas que se hacen para limpiar el bosque y repartir lotes de madera entre los vecinos, no hay más actividad que la de los paseantes y los cazadores, que en época de pasa suben a los puestos de palomas. El hayedo, salpicado aquí y allá por matas de boj, helechos y algunos acebos, está espléndido. El sol se enreda en los ramajes y en cualquier rincón estalla un juego de destellos, sombras y chorros de luz.

Javier camina a buen ritmo, con un bastón y una hoz. Otros días suele acompañarle su perra, una setter que ya está mayor: “Tiene doce años y el día que se fastidie me va a traer muchas lágrimas”, dice. “Hace poco vimos unos corzos y la perra se quedó quieta, mirándolos un buen rato. Cómo disfrutó…”. Sin dejar de andar en ningún momento, cada pocos metros Javier se agacha y da un golpe de hoz a alguna zarza que se asoma al camino. O aparta alguna piedra. De vez en cuando sale del sendero y nos metemos por la ladera en busca de alguna fuente. Algunas están visibles y próximas al camino, otras quedan bastante ocultas. “Los paseantes no las encuentran, porque no salen de la pista, pero los cazadores y los buscadores de setas ya saben dónde están. Y menudo gusto, cuando se han dado la soba y tienen un chorro tan bueno para beber”. Javier se agacha junto a la fuente y siega la vegetación que ha ido creciendo en el entorno. Luego, con la punta de la hoz, rasca el interior de la tubería para limpiarla de musgos y tierrillas.

Las fuentes siempre brotan en alguna hondonada, donde fluyen las aguas que se escurren monte abajo. Algunas son muy modestas -una pequeña tubería incrustada en una piedra- y otras más vistosas -con grandes bloques de rocas, helechos decorativos y hasta un pilón-. De algunas mana un buen chorro todo el año y en otras sólo en invierno o cuando llueve mucho. Eso sí, todas lucen una plaquita metálica en la que Javier graba el nombre de la fuente y firma con su apellido. “Pregunto a la gente de los alrededores cómo se llaman los sitios y les pongo el nombre: el Pradico, el Matical, el Bujo, el Mayordomo…”. Todas las fuentes tienen también un recipiente para beber: tarros de barro o jarras de vidrio que Javier guarda en algún hueco entre las piedras o cuelga en una rama próxima. O deberían tenerlas, porque hay quien se las lleva. “Las mujeres del pueblo, cuando vuelven de dar el paseo, me avisan: ¡Etxepare, te han robado una jarra! ¡Etxepare, tal fuente pierde agua! Y también me ayudan: ¡Etxepare, te hemos limpiado de hojas aquella fuente!”.

Javier pasa muchos días al año de caza, a la paloma, a la becada, al jabalí, o buscando setas. “Cuando la gente dice que no encuentra nada, yo siempre lleno la cesta de hongos o perretxikos; claro, porque ellos apenas se alejan del camino y Etxepare se pasa tres o cuatro horas de rodillas debajo de los bojes”. Aprovecha esas jornadas para mirar si las fuentes necesitan algún arreglo. Y aunque en esta ladera haya abierto nada menos que diecisiete, sigue con el ojo atento tratando de localizar puntos para nuevos manantiales.

“Allí tengo que hacer una, ¿no ves la zapaca?”. Las zapacas son las zonas de tierra mojada, embarrada, donde se acumula el agua de la ladera. Él las despeja con la azada, hasta encontrar el cauce, coloca la tubería para recoger el agua y construye la fuente con piedras y cemento. Todo el material lo paga de su bolsillo -“así no me lo gasto en vino”, ríe- y lo sube monte arriba con sus propios brazos, aunque a veces pide a algún vecino que le ayude con el tractor si tiene que transportar sacos muy pesados.

El resultado de tanto esfuerzo le llena de satisfacción: “La verdad es que las fuentes están bonitas, así, rústicas, y es un gusto venir al monte y beber unos tragos de agua tan rica, tan cristalina. Además, el agua que corre nunca es mala. Alguna vez la he llevado a analizar a un laboratorio y me han dicho que es excelente. Hay quien se queja, oye, Etxepare, que ayer bebí de tal fuente y me ha dado dolor de tripas. Pero eso es porque aquí el agua sale helada, y si vas acalorado y bebes mucho, te hace daño. El agua fría hay que masticarla”.

Los cazadores y los vecinos le dan las gracias a menudo por su trabajo. Y también ha recibido reconocimientos oficiales. En Pipaón, pueblo al que llega una tubería con agua de cinco fuentes abiertas por Javier, el ayuntamiento organizó un homenaje para agradecerle los trabajos que se toma en el cuidado del bosque. También le homenajearon los ayuntamientos de Lagrán y Peñacerrada. Le dieron comidas y placas, pero Javier no es hombre de muchos discursos. “A los del pueblo sólo les dije una cosa: cuidad el agua, que es oro. Cuando no esté yo para hacer las fuentes, entonces ya veréis”. Se lo piensa un momento y añade: “Bueno, qué narices, cuando yo no esté ya saldrá otro loco a cuidarlas”.